Mi hija quiere comprarlos todo el tiempo, no por el chocolate, sino por el juguete armable que algunos tienen dentro. Arranca la envoltura con rauda maña y devora el chocolate con prisas de colegial que se le hace tarde para ir a clases. Abre el interior, saca las diminutas piezas plásticas y manos a la obra. Su rostro concentrado y la seriedad que le pone a su empresa parece la de un ingeniero que edifica su obra. Emily suele lograr sus propósitos, pero cuando el puzle suele ser más complicado es donde entro yo. Mi hija no tiene vergüenza de pedirme ayuda, no se siente mal por ser insuficiente, le es fácil entregar la carga en mis manos para que yo me ocupe.
Por mi parte, me siento feliz de ser incluido, hay un placer indescriptible en solucionar situaciones a los hijos. Disfruto el rostro de mi hija que se ilumina ante el puzle terminado. Nos abrazamos y besamos como si hubiésemos construido las pirámides o el Empire State. Celebramos la victoria conjunta y mi hija hace la pregunta que me temía: ¿cuándo compramos otro huevo Kinder?
He aprendido a través de estos inocentes sucesos cuánto Dios disfruta de mis oraciones. Cuando digo “no puedo” Él entra en escena inmediatamente. Se pone a mi lado, se tumba en el suelo, y me ayuda a poner las piezas dispersas de mi problema en el justo lugar donde van. Disfruto esos momentos de sublime comunión donde mi Padre me ayuda sin reparos, nunca a regañadientes, sino con tierna cooperatividad divina
No hay comentarios:
Publicar un comentario